Durante estos meses de confinamiento, me he preguntado a menudo cuándo volvería a disfrutar de las cosas que me gustan y que antes realizaba con naturalidad. Y en los días más negros, si volvería a hacerlas. Afortunadamente, siempre vencía el optimismo. Fantaseaba, como creo que hemos hecho la mayoría, con cómo sería. En mi caso, volver a salir a correr y visitar una librería han sido dos de las actividades que más he echado de menos. Y en apenas unos días, ambas se hicieron realidad. Desde el sábado 2 de mayo podría hacer deporte, y desde el pasado lunes, regresar a las librerías, aunque con cita previa, la que antes solo pedíamos cuando teníamos que ir al médico o a la peluquería. La desescalada oficial, encaminada a volver a la normalidad, no siempre coincide, sin embargo, con la personal. Cuesta adaptarse a la libertad que empiezas a vislumbrar cuando ya te habías acostumbrado al encierro y a la relectura. Y cuesta, sobre todo, romper con el bloqueo mental que produce un confinamiento prolongado.
Entre entusiasmada y nerviosa, escribí, como si fuera la carta a los Reyes Magos, a Sergio y a Goyo, los libreros al frente de la librería Grant, en Lavapiés, una de mis favoritas de Madrid, y relativamente cerca de casa, para pedirles los libros que recogería al día siguiente. Normalmente, a estas alturas del año tengo una lista de libros deseados que suelo comprar en la Feria del Libro, pero en la nueva realidad se celebrará, con suerte, en octubre, así que mi primera salida a una librería tenía que ser un día de fiesta grande, como el primero de la Feria, incluso con el mismo olor primaveral inconfundible. Para ello, aún debía vencer varios obstáculos físicos y mentales, atajar el miedo y la ansiedad que me producía lo que me iba a encontrar al salir, y atravesarlo. En esos momentos, el paseo que he repetido una y mil veces me parecía similar a escalar el Everest. Pero siempre vencen la ilusión y las ganas.
A medida que avanzaba por la Ronda de Atocha, todo era reconocible pero nuevo al mismo tiempo. Desde ahí hasta la calle Miguel Servet, a la altura de Ronda de Valencia, empecé a ver barrio de nuevo y a callejear, aprovechando el respiro de la salida. El ambiente era más tranquilo que el que acababa de dejar atrás, con el sonido de los pájaros que a todas horas se escucha en los pueblos pequeños y últimamente tanto en Madrid.
Al llegar a la puerta de la librería, vi que el cierre metálico estaba a media altura, como si acabaran de abrir. Me asomé, y ahí estaban mis queridos libreros, que me hicieron el gesto de que pasara. Han sido las primeras personas conocidas a las que he visto cara a cara desde que decretaran al estado de alarma. Nos sonreímos con la mirada por encima de las mascarillas; eso es todo lo que podemos hacer de momento, de tocar y abrazar ya habrá tiempo.
Volver a tocar los libros
En un rincón se amontonaban las bolsitas de libros con los pedidos que les han solicitado estos días los lectores. Me contó Sergio que muchos no tienen prisa en recogerlos. Lo miré sorprendida. Yo sí lo necesitaba. Ir físicamente a la librería, charlar de la vida, de lo que hemos leído, de las próximas novedades editoriales. Gran parte de mi vida social, reducida a cero en estos últimos meses, tiene con frecuencia como escenario las librerías. Para mí volver a la normalidad era esto: comentar lo que ha estado pasando y cómo lo hemos vivido, compartir las experiencias de los últimos meses, preguntarnos por la familia y los amigos. El tiempo ha pasado, y mucho, por nosotros en cincuenta días de aislamiento. Hemos aprendido a lidiar con nuestras emociones, y la forma de sentir y ver el mundo es muy distinta. Pero ayer incluso tocar los libros a través de los guantes tuvo su encanto.
A pesar del miedo y la incertidumbre, volver a visitar una librería en estas circunstancias ha sido mi particular acto de resistencia personal frente a la crisis del sector editorial, para el que trabajo y del que vivo, acostumbrado a salir de situaciones extremas. Esperemos que el entusiasmo no decaiga. Yo, de momento, ya tengo mi botín de lecturas y mi dosis de relaciones sociales para unos cuantos días, y seguiré comprando en cada una de las pequeñas librerías de esta ciudad como si fueran las casetas de una nueva edición excepcional de la Feria del Libro de Madrid que se prolongará meses. Que la adversidad no termine con nuestros placeres cotidianos.