Argentina y Alemania sólo esperaron cuatro años para volver a verse las caras en una final
Si hay alguien que puede contar lo que ocurrió en Italia 90, ése es el argentino Diego Armando Maradona, que llegó con el gafete de capitán y campeón del mundo.
A Diego, amado por el pueblo napolitano, le esperaba una historia diferente. Basta recordar que en la inauguración, celebrada en el Estadio Giuseppe Meazza, con desfile elegante gracias a la firma Armani, se asomó un gigante camerunés que le echó a perder la fiesta a la campeona Argentina.
François Omam-Biyik alargaba sus piernas y firmaba con un testarazo la primera derrota del once de Maradona. El segundo descalabro sería en la final, ante unos viejos conocidos dirigidos por Franz Beckenbauer. Una revancha que sólo esperó cuatro años.
Antes de llegar al último partido, Argentina tuvo un papel protagónico debido a que en el camino dejó a Brasil e Italia.
El duelo ante los brasileños, en octavos, tuvo contexto en el Stadio delle Alpi, de Turín, en el que Dunga, Branco, Romario y Bebeto hicieron todo lo posible ante los eternos rivales sudamericanos. De pronto, al minuto 80, un toque genial del Pelusa dejó el esférico en los botines de Claudio Caniggia. Un minuto después brasileños y argentinos lloraban, aunque por distintas circunstancias.
Argentina se encontró a Italia en semifinales y el escenario le quedó ni pintado a Maradona. El encuentro fue en el Estadio San Paolo, en Nápoles, y los periodistas argentinos decían que Diego jugaría en casa. Diego Armando había llegado antes al país azurro (1984-91) para hacer campeón al Nápoles y romper años de desencanto y hegemonía del poderoso y millonario AC Milan.
En el sur de Italia había emociones encontradas. Por un lado estaba el héroe que levantó con la zurda a todo un equipo y levantó la moral de la familia napolitana. Por el otro lado, la Squadra Azurra con Zenga, Baggio, Baresi, Maldini, Donadoni y Salvatore Schillaci en territorio pobre.
Aquella noche, en el estadio San Paolo, aparecieron pancartas que le pedían a Diego que no hiciera daño a la selección italiana.
Maradona les respondería: “Napolitanos, 365 días al año son africanos, pero hoy les piden ser italianos”. Franco, hacía alusión al racismo interno de los italianos del norte hacia los del sur.
Algo se rompió aquella noche entre los tifosi napolitanos y el que fuera su salvador en el futbol doméstico. El juego había terminado empatado a un gol. En la tanda de penales sería el propio Diego el último argentino en hacer efectivo el disparo. Goicoechea, el portero albiceleste que llegó a la Copa del Mundo en calidad de suplente, se convertía en el héroe al parar los últimos penales a Donadoni y Serena. Había luto en Nápoles.
En tanto, la selección alemana hacía lo propio para convertirse en la otra finalista.
La máquina de Beckenbauer terminó como líder del Grupo D y después dejó en el camino a la Holanda de Gullit y Van Basten, a la extinta Checoslovaquia y a la Inglaterra de Paul Gascoigne.
Las tribunas del estadio Olímpico de Roma, en la final Argentina-Alemania, se saturaron de aficionados teutones y europeos que, gustosos, abuchearon el himno argentino. Maradona les escupió un “hijos de puta”.
El árbitro Edgardo Codesal marcó penal. Sensini derribó dentro del área a Rudi Voeller y Andreas Brehme borró a Goicoechea y compañía. ¿Diego? Él lloró en el centro de la cancha.
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