Esta semana, las calles de Los Ángeles se llenaron de dignidad, de rabia y de voces que se niegan a callar. Jóvenes, madres, trabajadores, activistas… cientos salieron a protestar contra las políticas migratorias de Estados Unidos, específicamente contra la brutalidad de ICE —la agencia de inmigración— que, bajo el pretexto de la seguridad, ha desgarrado miles de familias.
Desde el pasado 6 de junio, una ola de redadas migratorias ejecutadas por ICE detonó una respuesta inmediata de protesta. Lo que comenzó como una manifestación ciudadana frente a una política federal percibida como violenta y racista, escaló en pocos días hasta convertirse en una escena casi de ocupación militar, debido a que el presidente Trump ordenó el despliegue de más de 4,000 elementos de la Guardia Nacional y marines en California, en una muestra de fuerza que muchos califican como desproporcionada.
Por su parte, el gobernador Newsom lo denunció como autoritario, y el estado interpuso una demanda judicial para frenar el uso militar contra civiles. A esto se sumó la declaración de un toque de queda por parte de la alcaldesa Karen Bass, lo que mantiene en incertidumbre a la ciudad.
Las imágenes son fuertes, negocios saqueados, autos incendiados, personas encadenadas entre sí, bloqueando accesos, exigiendo el fin de las deportaciones masivas y de los centros de detención que, en la práctica, se asemejan más a prisiones que a instituciones de migración.
Las voces no se apagan. Al contrario: se multiplican. Las manifestaciones rápidamente se expandieron a otras ciudades: San Francisco, Houston, Chicago, Phoenix, Atlanta, Nueva York. En San Francisco, por ejemplo, se reportaron 148 arrestos solo el sábado. Lo que empezó como una acción local se convirtió en una cadena nacional de solidaridad, bajo una misma exigencia: basta de criminalizar a la comunidad migrante.
Desde México, ver estas protestas no es mirar desde lejos. Es reconocer rostros. Es saber que muchos de los que hoy se manifiestan allá tienen raíces acá. Es entender que el grito contra ICE también es un grito contra el racismo, la xenofobia y el sistema que deshumaniza a quien viene del sur.
Como mujer, como mexicana, como ciudadana, no puedo dejar de pensar en las madres migrantes. Las que cruzaron desiertos y fronteras con sus hijos en brazos. Las que fueron separadas. Las que siguen esperando una llamada o una audiencia que nunca llega. Ellas también protestan, aunque sea en silencio. Ellas también alzan la voz, aunque nadie las escuche.
Y esa realidad no está tan lejos. Aquí, en Ciudad Juárez, las calles también conocen la desesperación migrante. A diario vemos a familias enteras durmiendo en albergues, esperando una oportunidad que tal vez nunca llegue. Vemos niños crecer entre la incertidumbre y filas eternas para cruzar un muro que los ve como amenaza. La frontera nos hermana en la lucha, nos obliga a no voltear la mirada.
Las protestas anti-ICE no solo son un acto político. Son un grito humano. Nos recuerdan que la dignidad no tiene papeles, que la frontera no divide la esperanza y que el derecho a manifestarse es parte esencial de toda democracia.
Ojalá nunca dejemos de indignarnos. Ojalá no nos acostumbremos a ver jaulas con niños. Ojalá sigamos escribiendo, marchando, hablando. Porque a veces, manifestarse no es solo tomar la calle, a veces, basta con no callarse más.
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