Adicciones a temprana edad

Una noche del año pasado, ya estaba acostada en la cama cerca de mi novio, esperando a que él se quedara dormido. Una vez que lo hizo, tomé mi bolso y comencé a buscar de forma frenética entre varias cajas de pastillas vacías un envase nuevo de co-codamol, un analgésico muy fuerte.

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Al despertarse con el ruido, él me miró y dijo: “Te tomaste unas pastillas antes de venir a la cama, ¿por qué necesitas más?”.

“Tengo dolor. Vuélvete a dormir”, respondí, dándole la espalda mientras seguía revisando el bolso.

“Katie, me da miedo de que un día tomes tantas pastillas que no te despiertes más”, replicó.

Sus palabras me impactaron como un golpe en el rostro.

Todo empezó cuando yo tenía 16 años y me enviaron de urgencia al hospital, pensando que tenía apendicitis. Estaba en casa viendo televisión, cuando de la nada sentía como una puñalada, un dolor muy intenso, como si me hubieran pateado en el estómago.

Me llevaron a la sala de cirugías para quitarme el apéndice, pero resultó que el misterioso dolor no era apendicitis después de todo. Los médicos descubrieron entonces que me había estallado un quiste en un ovario y me operaron para removerlo.

Regresé a mi cama de hospital sintiéndome mareada, junto a mi preocupado papá que me hacía compañía.

Al día siguiente, salí cojeando del hospital, llevando conmigo una prescripción de co-codamol que, según me habían dicho, iba a aliviar mi dolor.

Nueve años más tarde, mi vida giraba en torno a esas pastillas.

El Servicio de Salud Británico (NHS, por sus siglas en inglés) dice que es posible volverse adicto a la codeína del co-codamol pero que es raro que ocurra si estás tomándolo bajo supervisión médica. Viene en tres presentaciones distintas según su potencia y el más fuerte (el que yo estaba tomando), solo está disponible bajo prescripción.

Luego de la operación, me sentí aliviada. Me habían quitado el quiste y pensaba que seguramente el dolor desaparecería en unos pocos días con el uso de los analgésicos. Pero eso no ocurrió. Al contrario, todo empeoró.

Mis padres no están juntos, así que solamente vivía con mi padre. Luego que pasé unos pocos días con un dolor agónico, me llevó de vuelta al hospital. Me recetaron más co-codamol y me dijeron que estuviera pendiente del dolor.

Los médicos que recetan analgésicos fuertes de forma desmedida están contribuyendo a una “creciente crisis social y de salud” en países como Estados Unidos y Canadá, de acuerdo con un informe reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)

Reino Unido tiene ahora la tercera tasa de crecimiento más alta del mundo en uso de opioides, según la investigación.

El año pasado, una investigación de la BBC descubrió que los médicos de atención primaria en Inglaterra recetaron en 2017 casi 24 millones de estos analgésicos -un aumento de 10 millones de prescripciones en comparación con 2007- lo que llevó a algunos críticos a decir que el NHS estaba “creando drogadictos”.

El número de sobredosis y de muertes también está aumentando, de acuerdo con el diario The Sunday Times.

Una investigación indicó que, en Inglaterra y Gales, las muertes por opioides aumentaron 41% en una década hasta alcanzar las 2.000 al año.

Aunque la mayor parte de estos fallecimientos están relacionados con el uso ilegal de la heroína más que con medicamentos, el informe de la OCDE indica que un aumento en la prescripción de opioides se encuentra entre los factores que impulsan la crisis.

Para mí, esto fue el inicio de mi lucha con una severa endometriosis, una condición que hace que el tejido que rodea tu útero crezca en otros lugares, como tus ovarios.

Me tomó casi seis años e incontables visitas al hospital hasta que finalmente fue diagnosticada. Eso no es raro, pese a tratarse de la segunda dolencia ginecológica más frecuente en Reino Unido, es muy difícil de diagnosticar.

Inicialmente, yo tomé la dosis recomendada de co-codamol. Pero, en poco tiempo, ya estaba obsesionada con las pastillas. En cuanto me tomaba una dosis estaba ansiosa por tomar más y le pedía a mi médico que me diera nuevas recetas al final de cada consulta.

Es difícil explicar cómo las pastillas me hacían sentir. Ellas atontaban el dolor, pero era más que eso. Mi cerebro estaba nublado cuando las tomaba, lo que reducía el pánico que sentía por no saber qué era lo que me ocurría. Al mirar hacia atrás, me colocaba en una situación horrible de desorientación.

Tras aquella primera visita al hospital, mi vida se llenó de exámenes y operaciones mientras los médicos intentaban hallar la causa de mi dolor. Después de cada cirugía, me enviaban a casa con una caja llena de pastillas. Yo siempre llamaba de vuelta al hospital para pedir más, diciendo que tenía dolores.

Cada vez más, sentía que necesitaba analgésicos para poder funcionar con normalidad. Cada mañana, llenaba mi mochila escolar con co-codamol, asegurándome de llevar más de lo que necesitaba por si acaso. Recuerdo a mi padre preguntarme una noche por qué necesitaba tantas pastillas. Yo lo desestimé, pero pude darme cuenta de que a él le preocupaba.

Mirando en retrospectiva, yo dependía de esas pastillas porque sentía que estaba perdiendo el control sobre otras cosas en mi vida.

No podía sentarme en clase y concentrarme todo el día, debido al dolor, así que tuve problemas para proseguir con mis estudios. Conseguí un trabajo a tiempo parcial en una tienda de ropa, pero continuamente tenía que faltar por sentirme enferma. Aún no sabía qué problema tenía y, para colmo, mi papá empezó a enfermarse.

Él se había estado quejando durante algunas semanas de dolor en las piernas y de sentirse cansado, pero ambos lo atribuimos al estrés. Él fue al médico para hacerse unos exámenes y, entonces, en noviembre de 2011, cuando yo tenía 19 años, recibí una llamada en el trabajo que lo cambió todo.

“Katie… tengo malas noticias. Tengo cáncer de próstata”, me dijo.

Inmediatamente fui corriendo a casa y al llegar allí llorando y temblando descubrí que él no había regresado aún del hospital. Entonces, estando allí sola, solamente hubo una cosa que se me ocurrió hacer: tomé dos pastillas de co-codamol.

Comencé a cuidar de mi padre, haciendo la compra del mercado y manteniendo limpia la casa mientras luchaba contra mi propio dolor.

Las pastillas eran la única cosa sobre la cual tenía control: tomarlas me daba unos pocos minutos de alivio.

Once meses después de su diagnóstico, mi padre murió súbitamente en el hospital.

Los días siguientes están borrosos en mi memoria. Vinieron familiares, hubo gente que trajo comida, pero la mayor parte del tiempo yo estaba tirada en la cama completamente atontada. Entonces, solamente había una cosa en la que yo podía pensar para ayudarme a seguir adelante: aumentar mi dosis de co-codamol.

Todo empezó lentamente. Tomé un par más. Luego, otras dos.

Sabía que lo que hacía estaba mal, que la dosis era muy alta pero no me importaba. Lo único que quería era sentirme atontada. La llamaba mi nube de co-codamol y me permitía brevemente mantenerme a flote, alejada de la tristeza. Pero nunca duraba suficiente, el dolor de haber perdido a mi papá regresaba poco después de haber tomado una dosis.

Los efectos secundarios de tomar las pastillas eran horribles. Los más comunes eran el estreñimiento, el sentirme enferma y somnolienta.

Una noche, cuando tenía 21 años, una amiga me invitó a una salida de solo chicas en un bar local. Mientras nos arreglábamos en su habitación, ella repasó su lista de cosas pendientes antes de salir: ¿Documento de identificación? Listo. ¿Dinero? Listo. ¿Teléfono? Listo. Pero mi lista era muy distinta: ¿Co-codamol? Listo. ¿Otra caja de pastillas por si acaso? Listo.

Había aprendido a ser discreta, de forma que mis amigas ni siquiera lo notaran. Tomaba las pastillas en el baño de los bares o aprovechaba cuando ellas se levantaban e iban al bar.

Tomar alcohol con el analgésico aumentaba el efecto y me sentía como su estuviera flotando. A veces, al mezclar ambos me sentía mal y terminaba vomitando afuera del bar. Todo el mundo pensaba que había bebido demasiado. Solamente yo sabía la verdad.

En 2014, a los 22 años, finalmente fui diagnosticada con endometriosis y síndrome de ovario poliquístico. Me hicieron otras cirugías y el médico descubrió que mi ovario derecho se había fundido con la pelvis.

Esa operación realmente redujo mi dolor y empecé a sentirme como mi antigua yo. Incluso empecé a reducir la dosis de co-codamol, regresando a la dosis recomendada. Pero eso no duró. Las pastillas me tenían enganchada.

Estaba deprimida. Aún sufría por la pérdida de mi padre y pronto caí en una relación difícil que tuvo un impacto negativo en mi autoestima. Eché mano de los analgésicos. Pensaba que era mi única salida ante el dolor físico, mental, de cualquier tipo.

Empecé a aumentar la dosis con más rapidez en esta ocasión y, en unas pocas semanas, estaba ingiriendo dos veces y media la dosis diaria recomendada.

Las cosas empezaron a mejorar cuando conocí a mi nuevo novio en 2017. Yo tenía 24 años y estaba feliz. Finalmente algo en mi vida estaba bien.

Le dije a él que necesitaba las pastillas por la endometriosis e intenté hacer ver que la dosis que tomaba era normal. Pero cuando nos fuimos a vivir juntos, empecé a ocultar las pastillas de él. Nunca le dije a un médico cómo me sentía. En el peor momento, en 2017, estaba triplicando la dosis recomendada.

Al mirar atrás, me doy cuenta de que estaba hecha un desastre. Aquella noche en la que me novio se despertó y me descubrió buscando las pastillas en mitad de la noche, me di cuenta de que en ese momento él me veía como lo que yo era: una adicta.

Me había vuelto tan buena ocultando mi dependencia de las pastillas que nunca pensé que mi novio se daba cuenta.

Al día siguiente, decidí buscar ayuda. Llamé a mi médico primario, quien me recomendó contactar con un servicio nacional de información y educación sobre drogas. Ellos me facilitaron el contacto de un centro que ayuda a romper las adicciones.

Allí comencé a ver a un consejero que me daba apoyo. Él no me juzgaba y me hablaba sobre la muerte de mi padre, mi relación anterior y sobre cómo mi reacción a esos sucesos impulsó mi adicción.

Con su respaldo, fijé una fecha: era noviembre de 2018 y yo estaba decidida a liberarme de la adicción para el 1 de enero de 2019.

Inicialmente, estaba aterrada. Algunos días en el trabajo, miraba las pequeñas pastillas blanca en mi mano, odiándola, odiándome, no queriendo tomarla y sabiendo que al final lo haría.

El proceso de dejarla fue terrible. Constantemente me sentía enferma, cansada e irritable. Algunos días ni siquiera podía levantarme de la cama y cuando sentía dolor tenía que luchar conmigo misma para no tomar las pastillas.

Al final, lo logré. Para finales de año estaba limpia. Pensaba en mi novio mientras iba reduciendo la dosis hasta que finalmente dejé de tomar las pastillas.

Cuando pregunté a la organización que agrupa a los médicos primarios en Reino Unido -el Royal College of General Practitioners-, sobre la forma cómo los doctores recetan el uso de analgésicos, ellos me dijeron que estos están entrenados para prescribir estas drogas solamente después de considerar los factores físicos, psicológicos y sociales que potencialmente pueden afectar la salud del paciente.

Señalaron que no existe una cura fácil para el dolor crónico y que, en ocasiones, los opioides son las únicas drogas que pueden dar alivio a los pacientes, pese al riesgo de adicción.

Yo no culpo a los médicos. Sé que ellos hacen lo que mejor que pueden bajo una inmensa presión y con gran insuficiencia de tiempo y recursos.

Pero sí creo que se tiene que hacer más para asegurarse de que la gente conozca los efectos devastadores que las pastillas pueden tener en su vida si se queda enganchada. Yo no elegí convertirme en adicta a los analgésicos. Fue algo que creció en mí lentamente hasta que estuvo fuera de control.

Ahora ya tengo casi 200 días limpia y cada día me recuerdo lo lejos que he llegado. Me siento saludable y viva por primera vez en 10 años. Mi novio y yo nos casaremos este verano. La versión de mí que tomaba co-codamol era un zombie parlante. No podría estar más feliz de que haya desaparecido.

A veces, encuentro una caja de pastillas vacía bajo la cama u oculta en el sofá. La miro durante un momento y pienso en cómo me tuvieron enganchada. Entonces, estrujo la caja con mi mano y la lanzo a la basura.