A pesar de ser muy útiles —ya sea con la extracción de líquidos o para inyectar sustancias en nuestro organismo— su apariencia resulta amenazante para muchos de nosotros.
La tripanofobia (la fobia a las inyecciones) hace que muchas personas la pasen realmente mal a la hora de hacerse un análisis de sangre o de ponerse una vacuna.
Sin embargo, las jeringas no nacieron como un instrumento de tortura… todo lo contrario.
Son herramientas médicas que se han vuelto indispensables para doctores, enfermeros y dentistas, y algunos pacientes, como las personas diabéticas, incluso tienen que aprender a utilizarlas para sus propios tratamientos.
Por algo se las considera uno de los inventos científicos más importantes de la historia.
¿Pero cómo se hacían antes de su invención las transfusiones de sangre o cómo se “inyectaban” medicamentos?
Para depositar un medicamento en la piel de un paciente se hacía una incisión y se colocaba una pasta o líquido. Otras veces, se introducían o extraían fluidos por la boca, el recto o la vagina con unos tubos médicos.
“Una manera era explotar los recursos naturales del cuerpo introduciendo y extrayendo material a través de la boca y de todos los demás orificios”, le contó a la BBC Ken Arnold, de la Wellcome Collection, un museo y biblioteca de medicina y salud de Londres, Reino Unido.
Para eso se usaban jeringas, aunque no eran como las de ahora.
Arnold dice que antiguamente se usaban huesos de pájaros a las que unían a vejigas de animales pequeños para fabricarlas.
Las agujas, el complemento perfecto de las jeringas, llegarían mucho después…
Primero fue creada la jeringa
La palabra “jeringa” proviene de la mitología griega, de la historia de la ninfa Siringa.
Resulta que un día, cuando estaba huyendo del dios Pan, la ninfa Siringa, quien era muy casta, llegó al borde de un río. Para protegerse se convirtió mágicamente en cañaveral.
Pan no se dio por vencido: cortó las cañas huecas y empezó a soplarlas, creando un silbido musical. Esa fue la primera de sus legendarias pipas.
Tomando ese concepto de “tubos huecos”, y habiendo observado cómo las serpientes podían inyectar veneno con sus colmillos también huecos, la práctica de administrar ungüentos y unciones a través de jeringas de pistón simples fue descrita originalmente por el erudito romano del siglo I Aulus Cornelius Celsus y por el célebre cirujano griego Galeno.
No se sabe con seguridad si el oftalmólogo egipcio Ammar ibn Ali al-Mawsili se basó en esos escritos, pero 800 años más tarde empleó un tubo de vidrio hueco y la succión para eliminar las cataratas de los ojos de sus pacientes, una técnica que fue copiada hasta el siglo XIII para extraer sangre, fluidos y veneno.
Más tarde, en la década de 1650, el matemático francés Blaise Pascal inventó la primera jeringuilla moderna.
Seis años después, el arquitecto inglés Christopher Wren, cuya obra maestra fue la Catedral San Pablo de Londres, se inspiró en la idea de Pascal para hacer el primer experimento intravenoso.
Todavía no existían las agujas… así que usó los recursos que tenía a mano.
Combinando plumas de ganso huecas, vejigas de cerdo y la cantidad suficiente de opio como para tumbar a un elefante, Wren le inyectó vino y cerveza inglesa a perros callejeros.
Usó las plumas a modo de tubo, biseladas en un extremo, y ató en el extremo opuesto la vejiga, donde depositó las sustancias.
Poco después, dos médicos alemanes, Johann Daniel Major y Johann Sigismund Elsholtz, trataron de inyectar varias sustancias a personas, causándoles la muerte.
La llegada de la aguja
Por eso hasta 200 años más tarde no se experimentó de nuevo con las inyecciones.
Fue entonces cuando el médico irlandés Francis Rynd entró en escena. Era el año 1845.
Rynd hizo la primera aguja de acero hueca. La usó para inyectar medicina por vía subcutánea. Al menos, eso fue lo que escribió en la revista médica Dublin Medical Press.
En 1853, el físico francés Charles Pravaz usó el sistema para frenar el sangrado en una oveja administrándole un coagulante con la que sería la primera aguja hipodérmica.
Dos años más tarde, el cirujano escocés Alexander Wood puso la aguja en una jeringa para inyectarle morfina a un humano.
Investigó este tema con la idea de aliviarle a su esposa los dolores de la neuralgia, una enfermedad que provoca un dolor agudo en la cara.
Un reto tecnológico
Las inyecciones intravenosas comenzaron a ser una práctica habitual para administrar calmantes, insulina, vacunas y para hacer transfusiones de sangre.
Las agujas se habían convertido en un elemento fundamental de la medicina.
Puede que parecieran muy finas y un gran avance, pero desde nuestra perspectiva (actual) se ven espantosamente grandes”, le dijo a la BBC un cirujano del Real Colegio de Londres.
“Sin duda, parecían causar bastante daño”.
El especialista del Real Colegio de Cirujanos de Londres le dijo a la BBC que una de las cuestiones principales en el desarrollo de las agujas fue el avance tecnológico, que permitió afinarlas más y más, hasta lograr el grosor de un pelo humano.
Hacer agujas más finas y que causaran menos dolor fue un reto tecnológico que se logró a lo largo del siglo que siguió perfeccionando lo que ya existía.
Desde el principio, se hicieron de acero y se fabricaban para ser lo más finas posibles, pero al mismo tiempo tenían que ser huecas: un largo y delgado tubo con una punta puntiaguda y la otra, diseñada de manera que encajara en la jeringa.
Pocos imaginaban que su uso sería tan extendido.
Hacia 1946, la cristalería Chance Brothers and Company, en Birmingham, Reino Unido, comenzó a producir en masa la primera jeringa de vidrio con piezas intercambiables.
Hubo problemas de contagios, pese a que se esterilizaban tras cada uso, y el farmacéutico e inventor neozelandés Colin Murdoch pidió una patente para crear una jeringa de plástico desechable.
Al principio desestimaron su idea pero después se vendería en todo el mundo.
Hoy, seguimos usando jerinas desechables, aunque la medicina ha evolucionado tanto que incluso se pueden poner inyecciones sin agujas, a través de parches y otros sistemas novedosos.
Sin embargo, todavía estamos lejos de vivir en un mundo en el que la medicina no necesite de agujas, aunque si te dan miedo tal vez te sirva de consuelo saber que sin ellas tu agonía sería aún mayor.